La gigantesca figura de arcilla de un guerrero etrusco medía más de dos metros de altura y pesaba unos 450 kilogramos. Llenaba casi la habitación en la que había sido creada por tres escultores italianos.
Se añadió esmalte y color a la figura y se desmontó cuidadosamente el andamiaje levantado en torno suyo. Los fabricantes se alejaron un poco, admiraron su trabajo… y le dieron un empujón, haciéndolo añicos contra el suelo.
Lo que hicieron después fue aún más extraño. Empezaron a ensamblar otra vez los fragmentos. El resultado final, con sus abolladuras y arañazos, fue una estatua etrusca que el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York compró en 1918 en 40.000 dólares, suma fabulosa para aquellos tiempos.
Cuarenta años tardó el Museo en descubrir que había sido engañado por unos falsificadores: la banda iniciada por los hermanos Pío y Alfonso Riccardi y tres de sus hijos.
Los etruscos fueron un pueblo que alcanzó un alto grado de civilización y que habitó en el centro de Italia. Conquistado finalmente por los romanos, pasaron a formar parte de su imperio. Los restos de la civilización etrusca, que todavía se encuentran hoy en excavaciones, son muy apreciados por los museos y los coleccionistas.
Riccardo, hijo mayor de Pío, fue quien planeó la gigantesca estatua, que se hizo famosa bajo el nombre del Gran Guerrero… y no fue la primera obra maestra creada por la banda. Empezaron su carrera cuando el anticuario romano Domenico Fuschini los contrató, primero para falsificar fragmentos de cerámica etrusca y más adelante piezas enteras.
Cuando dominaron la técnica, los componentes del equipo ejecutaron su primera falsificación importante: una biga -carro de guerra tirado por dos caballos- completa de bronce. En diciembre de 1908, el Museo Británico fue informado de que una biga había sido hallada en una excavación etrusca en Orvieto. Tras la supuesta permanencia bajo tierra durante 2.500 años necesitaba ser limpiada, y el museo fue informado de que dicho trabajo estaba siendo ejecutado por los Riccardi.
El museo compró la biga a Fuschini y anunció oficialmente su adquisición en 1912, El mismo año los Riccardi trasladaron su negocio de las afueras de Roma a Orvieto.
Pero los Riccardi -ayudados por un hábil escultor llamado Alfredo Fioravanti- no tardaron en reanudar su trabajo, esta vez con la estatua llamada del Viejo Guerrero.
La figura, que mide 2,45 metros de altura, posee un casco con plumas, coraza y unas grebas (armadura que protege las pantorrillas). Está desnuda desde la coraza a las rodillas, y le faltan el brazo derecho y el pulgar de la mano izquierda. Los falsificadores habían discutido tanto sobre la posición del brazo derecho que, finalmente, lo suprimieron.
Una vez terminada, la estatua fue vendida al Museo Metropolitano, que también adquirió la siguiente falsificación importante del equipo, una obra llamada la Cabeza Colosal, que medía 1,38 metros de altura desde el cuello al extremo del casco. Los expertos que la examinaron más adelante opinaron que formaba parte de una estatua de siete metros de altura. El precio pagado por las dos obras fue tan sólo de unos centenares de dólares.
La falsificación siguiente fue el Gran Guerrero, última realizada por la banda de falsificadores. Riccardo Riccardi se mató de una caída de caballo antes de terminarse la estatua. Una vez que la escultura fue vendida al Museo Metropolitano, la banda se dispersó.
El museo exhibió las tres adquisiciones en febrero de 1933. Muchos expertos italianos dudaban de su autenticidad, pero hasta 1937, cuando el museo publicó un folleto sobre las tres esculturas, no se suscitó la polémica.
Aun así, tuvieron que pasar otros veintidós años para que el museo realizase unas pesquisas sobre la presunta falsificación.
Después de exhaustivas investigaciones se descubrió que el barniz de las tres estatuas contenía manganeso, colorante desconocido en la época etrusca, unos 800 años antes de Jesucristo.
Pero los directores del museo todavía no estaban convencidos de haber sido engañados. La prueba que buscaban surgió un año más tarde, aportada por expertos que habían examinado artefactos etruscos auténticos, Observaron que los etruscos siempre hacían y cocían su cerámica en piezas enteras y que, para ello, practicaban en las estatuas orificios que dejaban penetrar el aire caliente en su interior cuando estaban cociéndose en el horno.
Los Riccardi habían fabricado sus estatuas en partes y no habían practicado orificios, error que vino a demostrar que las estatuas, pese a su perfección, eran hábiles falsificaciones.
Pero fue Alfredo Fioravanti, el escultor que había ayudado a crear las estatuas, quien desvaneció la última duda sobre el caso. El 5 de enero de 1960, el artista, que contaba a la sazón 75 años, se presentó ante el cónsul norteamericano en Roma y firmó su confesión. Y para demostrar que decía la verdad sacó del bolsillo el dedo pulgar que faltaba en la mano del Viejo Guerrero, recuerdo que había conservado celosamente en su poder durante más de cuarenta años.
Era la prueba definitiva…