Pio XXII

Eugenio Pacelli nació en Roma el 2 de marzo de 1876. Perteneciente a una familia dedicada al servicio papal, tuvo como padre a un abogado muy prestigioso que trabajó toda su vida en función de los intereses de la Santa Sede.

Eugenio hizo sus primeros estudios en una escuela católica privada, cuyo director Giuseppe Marchi, era un confeso antisemita que gustaba ilustrar a sus alumnos acerca de la “dureza” de corazón de los judíos. Las controvertidas actitudes que tendría Pio XII en realción a los judíos durante toda su vida quizás se las deba en gran parte al señor Marchi.

Eugenio Pacelli era alto y flaco, con una nariz aquilina, de constitución delicada y desde niño demostró una gran inteligencia y capacidad memorística. Era capaz de recordar libros enteros después de una sola leída. Le complacía el estudio de las lenguas, clásicas y modernas, tocaba el violín y el piano, era un excelente nadador y durante sus ratos libres gustaba montar a caballo. Eugenio fue durante toda su vida una persona solitaria y reservada, que ya desde su más temprana edad profesaba una devoción religiosa y un amor por el estudio poco comunes.

Rara vez dejaba traslucir sus estados de ánimo y ninguna de las personas que estuvieron a su lado pudieron llegar a desentrañar su más íntimo pensamiento. Eugenio Pacelli fue ordenado sacerdote en el año 1899 cuando contaba apenas 23 años de edad. A partir de ese momento inicia una carrera meteórica hacia las altas jerarquías de la iglesia, indudablemente favorecido por los contactos que le establecía su prestigioso padre. A los 25 años ya trabajaba en la Secretaría de Estado del Vaticano. Habiendo culminado con éxito sus estudios en derecho eclesiástico y civil, en 1902 el Papa Pio X lo nombra miembro de la comisión encargada de revisar y establecer una nueva codificación de las leyes canónicas, con el objetivo de promulgar un nuevo Código de Derecho Canónico. En 1911 es nombrado subsecretario de la Congregación de los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y, a partir de 1914, se convierte en secretario de la misma. En 1917 es elegido como Nuncio en Baviera, siendo consagrado por el papa Benedicto XV arzobispo titular de Sardes.

Desde Munich el nuncio Pacelli fue un estrecho colaborador del papa en sus esfuerzos por aliviar a las víctimas de la primera guerra mundial.  Durante la guerra Pacelli demostró poseer un gran valor personal y en medio de las peores miserias humanas sus palabras de aliento y su acción caritativa aliviaron las penas de miles de heridos, huérfanos y viudas.  Su prestigio pronto superó las fronteras de Baviera y en 1920 es nombrado primer Nuncio ante la nueva República de Weimar.  En 1924 firma el Concordato de la Santa Sede con Baviera y en 1929 sus esfuerzos denodados culminaron con la histórica firma del Concordato entre Alemania y la Santa Sede.  Ese año es nombrado cardenal y antes de despedirse de Alemania advierte acerca del peligro que representaba el auge del nacionalsocialismo para el mantenimiento de la paz. 

Lamentablemente en esa ocasión su mensaje de advertencia no fue escuchado o su preocupación parecía exagerada para los líderes de su época.  Durante sus años en Alemania el pensamiento de Pacelli con respecto al antisemitismo sufrío un cambio complejo.  Por un lado su vida en una sociedad xénofoba afirmó su sentimiento de desprecio hacia los judíos en el sentido cristiano de culpar a los judíos por la muerte de Cristo.  Pero Pacelli era absolutamente contrario a cualquier tipo de violencia y sentía repugnancia por la ideología alemana de entonces que abiertamente pedía el exterminio o la expulsión de los elementos judíos.  El fenómeno del nacionalsocialismo era una síntesis de los peores sentimientos del pueblo alemán, habilmente explotados por Adolf Hitler y sus secuaces.  Pero el antisemitismo y el odio por los extranjeros no era un invento de Hitler sino un sentimiento ancestral del pueblo alemán. 

Cuando Pacelli llegó a Alemania en 1920 , el partido de Hitler era uno más entre los cientos de movimientos racistas y nacionalistas que se extendían por todo el país favorecidos por la grave crisis social y económica que atravesaba Alemania.  Pero en 1929 el nacionalsocialismo era ya uno de los partidos más importantes de Alemania y sus ideales abiertamente expresados en cuanto a una guerra de expansión(Lebensraum o espacio vital) y el aniquilamiento de los judíos constituían una clara amenaza para la paz no solo de Alemania sino de Europa. 

La aversión de Pacelli con respecto a los judíos era probablemente de orden puramente teológico, en base a las enseñanzas recibidas en la niñez.  La mayoría de los católicos crecieron y se formaron con la idea de que los judíos habían sido los responsables de la muerte de Cristo y cuya dureza de corazón les impedía abrazar la causa cristiana.  Pacelli no fue la excepción pero su desprecio por lo judío nunca llegó a transformarse en un odio manifiesto ni en un deseo de aniquilarlos.  La sociedad alemana, en cambio, veía al judío como el culpable de todos sus males y para colmo entendía por “judío” todo lo no alemán. 

Gitanos, polacos, italianos y cientos de grupos étnicos fueron víctimas en los campos de exterminio de la xenofobia alemana. Cuando se habla de antisemitismo o de holocausto judío se está circunscribiendo la tragedia en un grupo étnico en particular cuando, en realidad, hubo también millones de seres no judíos que fueron víctimas del odio alemán. Eugenio Pacelli fue uno de los pocos en darse cuenta de esta diferencia y con su lenguaje, quizás excesivamente diplomático trató de advertirle al mundo acerca de la amenaza que se estaba incubando en el seno de la Alemania de Weimar.

Pacelli, una vez en Roma, fue nombrado Secretario de Estado del Vaticano. Convertido en el hombre más importante de la Iglesia Católica, después del Papa, Pacelli dio inicio a una política que fue el fiel reflejo de sus contradicciones internas. La firma en 1933, como enviado de Pio XI, del Concordato con Austria y con la Alemania nazi es un claro ejemplo en ese sentido. Por un lado Pacelli detestaba a Hitler y al nacionalsocialismo pero al mismo tiempo descreía de las democracias y del sistema parlamentario. El suponía que el sistema de Concordatos era mejor establecerlos con gobiernos rígidos y dictatoriales, que según su punto de vista, eran una garantía contra el temido comunismo y a favor de la paz. Lamentablemente no advirtió que con esta política de concordatos legitimó a dictaduras sangrientas que ahora podían decir que estaban aprobadas por el Vaticano. De hecho, Goebbels y su equipo de propaganda apuntaron en ese sentido: la Santa Sede aprobaba la política nacionalsocialista. La rápida y ambigua respuesta de Pacelli negando ese propósito de poco sirvió para reparar semejante error diplomático que más tarde sería imposible de remediar. 

En 1939, a la muerte del Papa Pio XI, Pacelli es elegido a la edad de 63 años como el nuevo pontífice de la Iglesia Católica.  Su nombre sería el de Pio XII en una muestra del aprecio y la admiración que sentía por su antecesor.   El inicio de su pontificado coincidió con el estallido de la segunda guerra mundial.  Durante el conflicto, Pio XII nunca abandonó su lenguaje elevado y de escaso compromiso con los hechos concretos. 

Sus sermones, refinados y abstractos, nunca bajaban al mundo terrenal.  Nunca una condena enérgica o un reproche explícito que pudiera intimidar a la política agresiva del Reich alemán.  Desde su asunción en marzo hasta la invasión de Polonia en el mes de setiembre, Pio XII hizo seguramente menos de lo que podía haber hecho desde su enorme sitial de poder.  Su autorizada opinión, desde su elevada posición de Vicario de Cristo, quizás hubiese podido influir en el desarrollo de los acontecimientos de manera mas incisiva y radical. 

Sus sondeos con Mussolini, Franco y el mismo Hitler, se limitaron a burdos intercambios de cortesías y sugerencias, siempre guardando las formas del buen gusto.  Una vez más el diplomático prevalecía sobre el servidor de Cristo y fiel a la línea de su antecesor, pareció siempre más preocupado por la seguridad del Vaticano que por la suerte de Europa y del mundo.  Si Pio XI se deshacía en elogios hacia Mussolini(llegó a afirmar que era el hombre enviado por la Providencia), Pio XII más cauto y refinado en su lenguaje prefería no comprometerse con nadie.  Hasta 1943 permaneció casi ajeno a la guerra merced a la inmunidad que gozaba Roma en su condición de ciudad abierta.  Pero cuando empezaron a caer las primeras bombas en la mismísima Roma, Pio XII despertó de su letargo y pensando en la seguridad y preservación del Vaticano se apuró en declarar a Roma ciudad santa. 

Sus apariciones públicas se hicieron cada vez más frecuentes e implorando al cielo, en medio de la multitud que observaba en estado de trance, el papa estiraba sus finos y largos brazos en un llamado dramático por la paz.  En medio de la desolación y las bombas, la longilínea y delicada figura de Pio XII, parecía la imagen de una aparición con su voz de ultratumba que dejaba a sus desesperados oyentes en un estado de alucinación. En una Italia sumida en el caos, con tres gobiernos paralelos, Roma había sido abandonada por los miembros del gobierno e incluso por el Rey. 

Mussolini gobernaba desde el norte en Saló, Badoglio y el Rey estaban en el sur en Bari con los aliados y el resto de Italia estaba conociendo el rigor de los nazis que trataban a los italianos como traidores. Roma que hasta 1943, había vivido la guerra en una isla, ahora padecía en carne propia el ruido de los aviones y el espantoso efecto de las bombas.  Barrios enteros se transformaban en segundos en un cúmulo de desperdicios. Pio XII desde sus ventanas del Vaticano asistía horrorizado junto a la curia y las monjas de servicio a algo que hasta entonces había sido impensable. Los aliados no respetaban a Roma, la ciudad milenaria y cuna de la cristiandad.

Si no se paraba esa locura el Vaticano también iba a ser víctima de las bombas aliadas o del saqueo nazi. Pio XII estaba en una encrucijada. No podía tratar con los aliados porque Roma estaba bajo el dominio alemán y la represión de los nazis hubiese sido terrible. Pero tampoco quería tratar con los alemanes porque las bombas aliadas iban a caer como respuesta sobre San Pedro.  En esas horas su actitud siguió siendo ambigua aunque esta vez con justos motivos. Sus contadas ayudas a los judíos italianos perseguidos por la Gestapo se hicieron cuidando de no irritar a los alemanes y con el preciso objetivo de salvaguardar su posición ante la historia. La derrota del Eje era casi un hecho y la rendición de cuentas ante los aliados debía contar con algunas “pruebas”. Algunos judíos se beneficiaron con esta ambigua política de Pio XII pero desgraciadamente más de mil judíos romanos fueron deportados por los alemanes sin que se supiera más nada de ellos.

Durante la posguerra la figura de Pio XII se difundió por primera vez a través de los canales de televisión y hasta el final de su vida mantuvo esa aureola de santidad que le permitió ser considerado como el papa entre los papas. Murió en 1958 a los 83 años de edad.

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