Alemania eligió los cañones y terminó dos grandes acorazados que tenía en construcción, prefiriendo a dos portaaviones que estaban en similar situación.
En los años treinta los futuros contendientes se movieron en el terreno teórico sobre dos ideas: no podían ignorar el papel de la aviación naval, ni se atrevían a despreciar el poderío de los grandes cañones. Italia se autoproclamaba «portaaviones indestructible anclado en el centro del Mediterráneo» y prefirió jugarse la baza de los acorazados y cruceros; Francia, aunque también optó por los grandes calibres, tenía en 1940 dos portaaviones y dos más en los astilleros.
La Kriegmarine alemana disponía al inicio de la guerra de siete acorazados de 10.000 a 26.000 toneladas, tres cruceros pesados y seis ligeros, 36 destructores y torpederos y 42 submarinos. Se hallaban en construcción tres acorazados de 35.000 a 40.000 toneladas, dos cruceros pesados y tres ligeros, 22 destructores y 29 submarinos.
Gran Bretaña, aunque los innovadores deberían doblegar muchas voluntades conservadoras, optó claramente por la nueva arma: en 1940 disponía de un total de 1.917.178 toneladas, integradas por 15 acorazados y cruceros de batalla en servicio (de 30.000 a 42.000 toneladas) y siete en construcción (de 35.000 toneladas), 7 portaaviones en servicio y 6 en construcción, 15 cruceros pesados (10.000 tons.), 50 cruceros ligeros en servicio y 19 en construcción, 191 destructores y torpederos y 32 en construcción y 54 submarinos en servicio, más diez anticuados y otros cuatro en proceso de construcción.
La Marina de guerra francesa ocupaba el cuarto lugar entre las grandes flotas mundiales, desplazando sus unidades un total aproximado de 833.000 toneladas. Al comienzo de la guerra Francia contaba con 7 acorazados (de 22.000 a 26.500 toneladas), 7 cruceros pesados y 12 ligeros, 2 portaaviones, 64 destructores y torpederos y 78 submarinos. Se encontraban, además, en construcción 4 acorazados de 35.000 toneladas y 2 portaaviones.
Una diferencia aplastante a favor de los aliados y en contra del Eje, desde el punto de vista cuantitativo y cualitativo, porque los portaaviones terminaron decidiendo; y también porque los británicos disponían de dos grandes avances; el radar -detección en superficie en el aire- y el asdic -detección submarina-. Y si apabullante era la ventaja franco-británica en las escuadras en activo, también lo era en la construcción naval: tenían en los astilleros buques de guerra por 650.000 toneladas, mientras que los italiano-germanos no alcanzaban la mitad de esa cifra. Sólo en un aspecto naval era superior Alemania: los submarinos que causaron graves quebraderos de cabeza a Londres, pero no dieron el dominio del mar a Berlín.
Scapa Flow
La base de Scapa Flow estaba considerada como un centro vital de las actividades navales de Gran Bretaña. Situada en la isla Pomona, perteneciente al archipiélago de las Orcadas junto a la casta noreste de Escocia, ocupaba el espacio de una bahía de veinte kilómetros de longitud por catorce de anchura. Se trataba de un refugio extremadamente seguro para la Royal Navy, que la había utilizado intensamente durante la Primera Guerra Mundial.
Desde ella, Inglaterra controlaba el mar del Norte, así como las grandes rutas que cruzaban el océano Atlántico. Ya durante la anterior conflagración Alemania había tratado infructuosamente de lanzar un ataque, debido a la importancia que poseía. De hecho, la base se encontraba protegida ante todo por el mismo físico de su entorno, definido por un paraje desolado -y batido de forma continua por vientos huracanados y persistentes nevadas. Durante la década de los veinte, el interés germano seguría puesto sobre este punto, de cara al posible estallido de otro conflicto generalizado.
El almirante Canaris, situado en el puesto más importante de los servicios de espionaje, incidirá en la cuestión y, a partir del año 1929, destacará al oficial de Marina Alfred Wehring como elemento de información en Gran Bretaña. Este, simulando ser relojero se instaló a partir de la primavera de 1933 en la localidad de Kirkwall, en la misma isla de Pomona. Habiendo conseguido la nacionalidad británica, ira recopilando datos acerca de las posibilidades de ataque a la base a partir de los comentarios emitidos por los pescadores y demás habitantes de la población.
Una vez comenzada la guerra, los servicios alemanes deciden la puesta en práctica del ataque, denominado «Operación Baldur». Así, a partir del material aportado par el espía Wehring, los primeras días del mes de octubre son los señalados para pasar a la acción. El ocho de ese mes sale de la base de Kiel el submarino U-47 comandado por el capitán Gunther Prien. En la mañana del doce penetró en la rada de Scapa Flow mediante una hábil maniobra realizada a través de la rocosa costa. En la siguiente jornada lanzó sobre las unidades británicas allí estacionadas un total de cuatro torpedos, de los cuales estalló solamente una. Este fue suficiente para hundir al acorazado Royal Oak de 29.150 toneladas, con toda su tripulación, integrada por 786 hombres. El submarino atacante salió de la bahía y pudo llegar a su base de origen.
El éxito de la operación fue instrumentado de forma inmediata por los servicios de propaganda nazi, que ponían en cuestión toda el sistema seguridad británico. En aquellos meses, cuando todavía Alemania no había lanzado su ataque contra el oeste, este hecho contribuyó de forma decisiva a incrementar las posiciones de fuerza que la impulsaban a su empresa bélica.
Acorazados de bolsillo
En 1929, Alemania puso en marcha un programa de construcción naval para sustituir dos viejos acorazados dentro de las condiciones impuestas por el tratado de Versalles a los vencidos en la Primera Guerra Mundial. Tales buques, que no debían superar las 10.000 toneladas, fueron magníficamente resueltos: tendrían el peso de un crucero de batalla, pero dispondrían de mucho mejor blindaje, gran superioridad artillera y una velocidad ligeramente inferior. Con ello se conseguían buques que podrían pelear ventajosamente con los cruceros enemigos y escapar gracias a su mayor velocidad de los acorazados.
Los dos primeros ejemplares producidos fueron el Deutschland y el Graf von Spee. Estos buques, que alcanzaban 27 nudos de velocidad, montaban seis cañones de 280 mm., ocho de 150 mm., de seis de 105 mm., y desplazaban 12.000 toneladas (16.000 a plena carga). Los españoles de la clase Washington, como el Canarias, eran casi del mismo tonelaje y, aunque superiores en velocidad, tenían un blindaje más ligero y su artillería consistía en ocho piezas de 203 mm. y ocho de 120 mm. Deutschland y Graf von Spee pasaron por la guerra civil española.
El primero fue bombardeado por los republicanos en Baleares y el segundo, como represalia, cañoneó Almería. Y fue precisamente este último quien se mediría con tres cruceros británicos a la vez cerca del estuario del Plata. Puso fuera de combate a uno de ellos y dañó ligeramente a los otros dos, antes de romper el contacto y recluirse en el puerto de Montevideo, donde fue dinamitado por su tripulación. Hoy nadie duda que una mejor dirección del Graf von Spee hubiera dado una sonora victoria a Berlín.
La odisea del Graf Spee
El acorazado de bolsillo alemán Graf Spee, 14.000 toneladas de desplazamiento equipado, 28 nudos de velocidad punta y un formidable armamento inició su vida como corsario el 3 de septiembre de 1.939. Lo mandaba el capitán de navío Hans Langsdorff, de 43 años y gran prestigio en la marina. Este buque fantasma recorrió el Atlántico de norte a sur, donde estableció su centro de correrías, actuando preferentemente sobre las rutas marítimas que desde Asia, África y América se dirigen hacia Gran Bretaña.
En cien días de actuación en estos escenarios, con una incursión en el Índico para despistar a siete grupos navales anglofranceses que le perseguían, hundió nueve mercantes con un desplazamiento bruto aproximado de 50.000 toneladas. En esa dilatada singladura corsaria, Langsdorff dio muestras de gran astucia y capacidad, burlando una y otra vez a sus perseguidores, y se granjeó el respeto de sus enemigos pues ni un sólo marinero murió en los buques mercantes atacados por él. El 13 de diciembre, acechaba Langsdorff la ruta de los mercantes británicos, cuando hacia las seis de la mañana sus vigías dieron la voz de alarma; tres buques a poco más de 20 millas de distancia.
El Graf Spee se hallaba frente al gran estuario del Plata, a unas 280 millas de Punta del Este. El capitán alemán creyó que se trataba de un crucero y dos destructores, que protegían la andadura de un convoy de mercantes. Langsdorff ordenó zafarrancho de combate a las 6,20 de la mañana y abrió fuego con sus cañones de 280 mm. sobre los tres buques enemigos, que realmente eran los cruceros ligeros Ajax y Achilles y el crucero pesado Exeter, mandados por el comodoro Hartwood El Gran Spee alcanzó pronto al Exeter, que en una hora encajó siete impactos de 280 mm. y padeció un constante ametrallamiento. A las 7 de la mañana debía abandonar el combate con todas sus torres inutilizadas y a muy escasa velocidad, pues tenía muchas vías de agua. Pero mientras los dos buques grandes se cañoneaban, el comodoro Hartwood, logró acortar distancias con sus dos cruceros ligeros, cuya artillería de 152 mm, acertó numerosas veces al acorazado de bolsillo, causándole numerosos daños superficiales. Pero dos impactos consecutivos del Graf Spee desmontaron la mitad de la artillería al Ajax.
A las 7,30, a sólo 4 millas de distancia, el buque alemán podía disparar más del doble que sus dos oponentes juntos, con la particularidad que sus granadas taladraban a 1os británicos como si fueran de lata, mientras que estos no dañaban la obra viva, ni las torres blindadas del acorazado. A las 7,38, el Ajax perdía sus mástiles y antenas y su obra muerta era una criba. El comodoro Hartwood ordenó retirada, tratando de salvarse in extremis. ¡Cuál no sería su asombro cuando vio que el corsario alemán se alejaba, sin perseguirles ni dispararles! Lo que queda de la historia es un completo misterio. Ese día, sin que difiera ninguna voz autorizada, Langsdorff pudo echar a pique a los tres cruceros británicos y, en vez de perseguirles cuando eran fáciles presas, se internó en Montevideo, tratando de reparar sus daños, tarea estimada en dos semanas. No autorizó el gobierno uruguayo tan dilatada estancia pese a las ciegas presiones de la embajada alemana. El día 17 sacó Lansdorff su buque del puerto y lo barrenó en el estuario del Río de la Plata.
Increíble victoria británica, que ese día sólo podía oponer al poderoso buque alemán dos pequeños y heridos cruceros. Langsdorff, desequilibrado por tan prolongada estancia en el mar, por el intenso combate, por su error inicial de haber entablado aquella batalla, por unas pequeñas heridas sufridas en su curso, cometió un error tras otro, hasta su suicidio el 20 de diciembre en Buenos Aires.
La guerra en el Mediterráneo
Cuando comenzó la guerra, el Mediterráneo era un mar dominado por tres potencias: Gran Bretaña, desde Egipto, controla el Mediterráneo Oriental, Italia, el centro del Mare Nostrum y Francia, la zona occidental. Tras la derrota de Francia quedaba en el aire la incógnita de la valía real de la escuadra italiana. De momento, cuando todo estaba a su favor, la falta de planes italianos para una guerra impidió a sus militares ver la conveniencia de la inmediata toma de Malta, que apenas contaba con guarnición (un batallón de infantería por cada 30 kilómetros de costa), que no disponía de defensa aérea ni antiaérea significativa y que apenas hubiera podido contar con el apoyo de la flota ante una decidida ofensiva italiana. Pasado el verano, ya nada seria igual. Malta fue reforzada y se convirtió en una agresiva fortaleza capaz de defenderse y de atacar y, sobre toda, en una formidable base intermedia entre las dos bocas del Mediterráneo dominadas por Gran Bretaña: Gibraltar y Egipto. Evidentemente, Londres no se planteó seriamente nunca la posibilidad de una invasión alemana de las islas.
La mejor demostración de esto es que reforzó poderosamente sus medios navales de combate en el Mediterráneo, en vez de retirar hacía las costas del Canal las que allí tenia. Londres se garantizó en todo momento una flota superior a la italiana en potencia de fuego y, además, dotó a sus grupos de combate de uno o dos portaaviones, con los que contrarrestar la teórica superioridad italiana en medios aéreos con base en sus aeropuertos de tierra, casi siempre próximos a los escenarios de combate. !Qué fatuas sonaban en el otoño de 1940 las baladronadas de Mussolini!
El Duce decía pocos años antes, cuando rechazaba el plan de construir portaaviones,»¿para qué los queremos? ¡Italia es un gran portaaviones anclado en el centro del Mediterráneo!» Pues bien, la falta de portaaviones, la mala organización militar, la descoordinación entre marina y aviación convirtieron a la gran flota italiana en poco más que un objeto decorativo que había que cuidar constantemente para que no fuera mandada a pique. En efecto: la flota británica metió cuantos convoyes quiso en el Mediterráneo y los hizo pasar desde Gibraltar a Alejandría con pérdidas mínimas, reforzó Malta, acudió en ayuda de Grecia, causó graves pérdidas a los convoyes italianos que suministraban al ejército de África y, de paso, humillaron a los italianos en cuantos encuentros tuvieron, atreviéndose a golpear a la Supermarina incluso en sus bases.
Las cosas comenzaron a quedar claras desde el primer choque importante, que tuvo lugar en Punta Stilo el 9 de julio de 1940. Con fuerzas parejas se enfrentaron británicos e italianos; resultó tocado el acorazado Giulio Cesare, nave insignia del almirante Campioni, que ordenó la retirada. Le persiguieron los navíos del almirante Cunningham hasta 40 kilómetros de la costa italiana… cuando quisieron enterarse en Roma, lanzaron contra los británicos a la aviación, que con más de un millar de bombas sólo logró un ligero blanco. Los marinos italianos se alegraron de la mala puntería de sus aviadores, pues la preparación de los pilotos era tan mala que parte del ataque lo realizaron contra sus propios buques. El Conde Ciano escribía en su diario «La verdadera polémica en materia naval no se produce entre los británicos y nosotros, sino entre nuestra Marina y nuestra Aviación».
Cuando Italia atacó a Grecia, demostrando una vez más su ínfima preparación para la guerra, la marina tuvo que cumplir la dura tarea de suministrar a buena parte del ejército expedicionario y lo hizo con notable eficacia, pera sufrió en aquellas negras fechas un duro y humillante descalabro. El 11 de noviembre, a 170 millas de la gran base naval de Tarento, donde se hallaban fondeados 6 acorazados y 3 cruceros pesados, el portaaviones Illustrious puso en el aire 20 aviones Swordfish -lentos biplanos próximos a su jubilación- contra la flota italiana. Más de 500 cañones y ametralladoras antiaéreos no fueron capaces de rechazar a los británicos, que lanzaron sus torpedos y consiguieron 6 blancos: el acorazado Cavour nunca volvió al mar, el Duilio y el Littorio estuvieron 6 meses en reparación.
Dos Swordfish no regresaron al Illustrious. Ante los descalabros italianos en Grecia, África y el mar, Hitler decidió intervenir en el Mediterráneo. Envió a Sicilia unos 400 aviones (reconocimiento, caza y bombardeo en picado) al mando del general Geisler, cuya primera intervención, los días 10 y 11 de enero, consiguió averiar gravemente al Illustrious -que tuvo que entrar en grada y estuvo inactivo medio año- y hundir al crucero Southampton.
El golpe afectó a !os británicos, que suspendieron sus convoyes por el Mediterráneo hasta el 6 de mayo. En los meses siguientes se convertiría en critica la situación de Malta, sometida a fuertes bombardeos y privada de suministros. Simultáneamente, mejorarían las comunicaciones de Italia con África. Las cosas cambiarían de signo a partir del mes de abril. La aviación de Geisler empleó sus bombarderos y cazas de largo radio de acción (Me-110) en apoyo de Rommel, en África, dando un respiro a Malta y a las comunicaciones británicas.
El almirante Cunningham reforzó la marina de la isla con 4 modernos destructores, que en unión de los submarinos ya establecidos en Malta hundieron 15 mercantes durante la primavera-verano de 1941, poniendo al ejército del Eje en grandes apuros por falta de suministros en África. No es cuestión en tan somero resumen reseñar aquí las docenas de acciones navales en el Mediterráneo. Sólo hacer constar que la marina italiana se desangró en el apoyo a sus ejércitos en África. Pero fueron solamente sus pequeñas unidades, sus torpederos, submarinos, destructores y lanchas las que hicieron el terrible trabajo y las que sucumbieron causando graves daños a la ilota británica. Los grandes buques fueron un lastre.
Sobre los marinos italianos, sumamente denostados por su derrota en el Mediterráneo, escribió el almirante alemán Friedrich Ruge «La oficialidad era en general buena, tal vez demasiado teórica. Mandaba excelentemente y podía disparar, pero estaba insuficientemente preparada para el combate nocturno y, en parte, sujeta a las oscilaciones del temperamento latino. La fuerte arma submarina no estaba a la altura debida, ni técnica ni militarmente. En cambio, los medios pequeños de combate eran inesperadamente buenos. Un inconveniente decisivo fue el complejo de inferioridad frente a la flota británica. Un éxito inicial hubiera podido variar esta situación.»
La batalla de Dakar
En el verano de 1941 convenció el general De Gaulle al premier británico Churchill del interés que tenía para la causa aliada el ataque a la colonia francesa de Senegal. Allí esperaba De Gaulle iniciar la gran escalada de la Francia Libre: 6 regimientos de soldados senegaleses, varios buques y, sobre todo, un millar de toneladas de oro, trasladadas al corazón de Africa por el Gobierno de Vichy para salvaguardarlas tanto de Berlín como de Londres.
A las órdenes del almirante Cunningham partió una flota hacia Dakar, la capital senegalesa, con fuerzas bastante impresionantes: un portaviones, dos acorazados, 3 cruceros pesados, 10 destructores, 3 cañoneros franceses y seis transportes de tropas, con unos 5.000 hombres. La bahía de Dakar, que iba a sufrir la embestida de sus ex-aliados, estaba defendida por 8 fortines de costa dotados con un total de 9 cañones de 240 mm, 12 de 138 a 188 mm, y 7 de 90 a 96 mm. Podía contar a medias con una torre cuádruple de 381 mm. del acorazado Richelieu, que estaba anclado con graves averías en el puerto y en mala posición de tiro. Había también dos cruceros ligeros, 4 destructores, 3 submarinos y 6 cañoneros En la defensa da la plaza también intervinieron 15 aviones de caza y 30 bombarderos franceses allí destinados y unos 6.000 hombres de tropas coloniales. La desproporción de fuerzas era abismal, pero las autoridades de la plaza, con órdenes terminantes de Vichy de no rendirse y con el claro deseo personal de tomarse venganza de la ignominia de Mers el Kebir, rechazaron toda negociación y dispusieron su defensa. Todos los buques encendieron sus calderas y salieron del puerto, navegando por la amplia bahía, y sólo permaneció anclado el inválido Richelieu, con sus cañones apuntados como batería flotante.
El día 23 se rompieron las hostilidades. Era intensa la niebla y las fuerzas británicas disparaban a ciegas sobre la bahía, en la que navegaban los buques franceses disparando igualmente sin visibilidad y cambiando continuamente de posición. La jornada se saldó positivamente para los sitiados, que perdieron un destructor y un submarino, pero impidieron un desembarco de infantería y dañaron tan gravemente al crucero pesado que hubo de regresar a su base; los británicos lamentaron, asimismo, fuertes destrozos en dos destructores y otro crucero pesado. La faena iba a ser dura. Cunningham telegrafía a Londres que la batalla de Dakar era seria. Churchill responde: «Ya que hemos comenzado, sigamos hasta el fin. No se detenga por nada».
El día 24 amaneció casi sin bruma. Los sitiados podían pasarlo muy mal. Pero ocurrió como en la víspera. Los cañoneros franceses tendieron durante todo el día cortinas de humo, para reemplazar a la inexistente niebla, y tras ellas se movieron sin descanso los buques de Vichy, disparando con gran precisión: los aviones franceses se estaban imponiendo en el aire a los del portaaviones y sus observaciones aéreas servían como dirección de tiro a los cañones de la flota francesa. Ese día los británicos pulverizaron un submarino francés y causaron destrozos en algunos barrios de la ciudad y en un mercante, pero no en los buques de la bahía. Los franceses derribaron 3 aviones enemigos y lograron algunos blancos sobre sus acorazados, más inquietantes que efectivos.
Cunningham lo ve cada vez más oscuro y De Gaulle prefiere abandonar: la resistencia de Dakar se celebra en Francia como victoria nacional y resta simpatías al líder de la Francia Libre. El día 25 salió claro y radiante. Los asediados volvieron a su táctica de andar sin descanso dentro de la bahía y protegerse tras las nubes de humo que tendían sus cañoneros y torpederos. En el aire, la caza franceses se apuntaban nuevos éxitos e impedían la observación aérea británica, mientras daban continuos datos de tiro a sus buques. Hacia las 10 de la mañana se produjo un suceso decisivo para la victoria francesa: el submarino Bebeziers vengó a sus dos compañeros hundidos torpedeando el acorazado Resolution, que hubo de ser remolcado hasta Nueva York para efectuar reparaciones que duraron 6 meses.
Cunningham se había quedado en cuadro: la mitad de sus aviones habían sido destruidos o dañados y estaba en inferioridad aérea; había perdido un acorazado y un crucero y tenía otro crucero y dos destructores bastante tocados, mientras que los sitiados estaban como el primer día. Aconsejó retirada y esta vez aceptó Churchill. Mers el Kebir había sido vengado.
La epopeya del Bismarck
La suerte del acorazado alemán Bismarck en la Segunda Guerra Mundial ha sido estudiada con detalle por las Marinas de Guerra de todo el mundo. Fue una prueba de fuego decisiva para conocer lo que daba de sí un moderno acorazado frente a numerosos barcos y aviones. El acorazado Bismarck es botado el 14 de febrero de 1939 en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo en medio de un griterio ensordecedor y flamante de banderas.
Se trata de una extraordinaria obra de la ingeniería naval alemana, una verdadera fortaleza flotante que los técnicos nazis más fanáticos consideran casi indestructible. El desplazamiento final del poderoso acorazado es un misterio guardado celosamente por el Alto Mando alemán. Los corresponsales de prensa presentes en la botadura dudan que el III Reich respete con su mayor navío de guerra el límite fijado por el tratado de Versalles: 35.000 toneladas. Lo cierto es que, una vez montada la poderosa unidad, su perso a plena carga supera la respetable cota de las 50.000 toneladas. Su obra viva es una muralla infranqueable para la artillería de mayor calibre de la Royal Navy, pues se halla protegida por cinco planchas de acero, seprada por compartimientos estancos.
Tras el éxito obtenido por sus cruceros Scharnhorst y Gneisenau en el Atlántico, que en febrero y marzo de 1941 han hundido o capturado 22 mercantes británicos con 115.000 toneladas, Hitler pretende repetir la hazaña. Impetuosamente, el Führer envía a combatir a la unidad más poderosa de su moderna Marina de Guerra, el Bismarck, antes de que finalice la construcción del otro acorazado gemelo, el Tirpitz, que debía formar con aquel una formidable pareja de gigantes del mar. En la noche del 19 de mayo de 1941, el Bismarck, acompañado del crucero pesado Prinz Eugen, zarpa del puerto de Gotenhafen rumbo al fiordo noruego de Kors. La idea es sorprender a los numerosos convoyes que abastecen Gran Bretaña.
Para ello, aprovechando el factor sorpresa y la niebla, hay que atravesar la ruta del norte de Islandia, el estrecho de Dinamarca. Componen la mayor parte de la tripulación del Bismarck jóvenes de poco más de veinte años. También van a bordo quinientos cadetes de menor edad, la flor y nata de la juventud hitleriana con vocación marinera, educados en la fe ciega del destino de una raza superior. Manda el grupo naval alemán el almirante Lütjens, controvertido jefe tras aquella famosa y última misión, al que se ha calumniado de nazi furibundo y marino incompetente. La mayor parte de los modernos autores justifican sus decisiones navales y los investigadores han comprobado claramente que no era nazi -como sostendría la película ¡Hundid el Bismarck! – ni siquiera consentía en buena parte de la situación creada, como se demuestra por sus enérgicas protestas contra la campaña judía en Alemania. El comandante directo del Bismarck era otro competente marino, capitán Lindemann, que, al parecer fue partidario de una acción más conservadora que la adoptada por su jefe.
A primeras horas del 21 de mayo de 1941, el almirantazgo británico recibe la comunicación urgente de que dos navíos de guerra enemigos han cruzado los estrechos de Belt, Kattegat y Skagerrak. Inmediatamente, el crucero de batalla Hood y el acorazado Prince of Wales zarpan rumbo al estrecho de Dinamarca, marcado todavía por el límite de los hielos al norte de Islandia. Prácticamente, toda la Home Fleet, Flota Metropolitana de Gran Bretaña, se moviliza tras los barcos alemanes. Los británicos comprenden enseguida que la pareja de barcos contrarios pretende realizar idéntica misión contra el tráfico mercante que el Scharnhorst y Gneisenau. A las 19 horas y 22 minutos del 23 de mayo, el crucero Suffolk, dotado de radar, descubre por fin al gran acorazado alemán y su escolta y mantiene con ellos un prudente contacto visual en el estrecho de Dinamarca. Comienza así la caza del Bismarck. A las cinco y media de la madrugada del 24 de mayo el Hood y Prince of Wales (35.000 toneladas) detectan a unos 25 kilómetros a los navíos enemigos. Durante dos minutos los adversarios se observan, temiendo cada cual el poderio ajeno. Al menos en teoría, los britanicos tienen ventaja, ya que el acorazado Prince of Wales puede batir sin dificultad al crucero pesado Prinz Eugen, pues son diez cañones de 356 mm contra ocho de 203 milímetros.
Por su parte, el Hood debe hacer frente al Bismarck con idéntico armamento pesado: ocho piezas de 381 mm. en cuatro montajes dobles. Botado en 1918, el gran crucero de batalla de la Royal Navy desplaza 46.000 toneladas a plena carga (4.000 menos que su formidable oponente), pero por su estructura está peor protegido que el coloso alemán. El almirante Lütjens duda qué camino seguir. Las órdenes recibidas excluyen el combate directo con las grandes unidades navales británicas, para dedicar su atención a destruir convoyes poco protegidos. Sin embargo, cuando la distancia queda reducida a 23 kilómetros, la suerte está echada; es imposible retroceder sin presentar batalla. En el otro lado, el vicealmitante Holland contempla preocupado desde el puente del Hood la mole del Bismarck y la más pequeña del crucero pesado. Son puntos oscuros que destacan en la línea gris del horizonte, mientras cada hombre piensa en la terrible incertidumbre del colosal duelo.
Los timbres de los cuatro buques enfrentados han colocado a sus tripulantes en zafarrancho de combate. Los ascensores llevan los proyectiles desde las entrañas de los poderosos ingenios navales hasta la boca de la recámara de cada cañón. Un atracador hidráulico introduce primero el reluciente proyectil y los saquetes de pólvora. Atornillados los cierres, se colocan los estorpines. Los grandes calibres de 15, 14 y 8 pulgadas elevan sus bocas al cielo, mientras la dirección de tiro prepara sus cálculos a gran velocidad. Mediante telémetros y radares (éstos aún primitivos) son medidas distancias, y la central calculadora convierte los datos en alzas y derivas, que ya definitivamente pasan a las torres acorazadas artilleras. Casi a un tiempo los navíos abren fuego, aunque el vicealmirante Holland se adelanta en dar la orden más dramática.
Son los primeros instantes de increíble tensión. Tras tres salvas sin resultado, el acorazado alemán logra enmarcar al Hood en su rosa de tiro. A los seis minutos exactos de iniciarse el gran combate, una inmensa llamarada de color amarillo, y rojo brota del crucero de batalla más grande del mundo. Una columna de humo muy densa se eleva al cielo, mientras cae al mar envuelta en una bola de fuego incandescente una de las torres dobles pesadas con piezas de 381 mm. La quinta andanada del Bismarck resulta de terrorífica eficacia, cuando un colosal incendio se propaga en pocos segundos por la parte central del navío enemigo. Es el tiro de gracia para el Hood, alcanzado de lleno en el pañol de municiones de popa.
Partido en dos, el veterano crucero de batalla se lleva al fondo del Atlántico a 1.497 tripulantes; quedan vivos de la tragedia sólo tres testigos. Tras su sensacional triunfo, Lütjens ordena dirigir el fuego sobre el acorazado Prince of Wales, cuyos hombres han asistido aterrados e impotentes al trágico final del buque insignia de la Royal Navy. Este, centrado por el fuego del Bismarck y del Prinz Eugen, resulta seriamente alcanzado: dos piezas inutilizadas y grandes destrozos en el puente, con importantes pérdidas de personal. Su única posibilidad de seguir a flote es huir, cosa que hace ante la pasividad de los dos buques alemanes. Poco después se uniría a los cruceros Norfolk y Suffolk, conduciendo la caza del Bismarck, Aún se preguntan los historiadores navales por qué dejó Lütjens que escapara el acorazado británico. La única respuesta válida es que su misión era destruir los convoyes británicos, estrangular el tráfico con las islas, y que el marino alemán se atuvo a sus directrices; hundir aquel acorazado no influiría en el curso de la guerra, dada la inferioridad de la Marina alemana; mandar al fondo del mar dos docenas de mercantes era más rentable para Berlín. Mientras Lütjens se debatiría en estos u otros pensamientos para olvidarse del Prince of Wales, le llegaron los partes de pérdidas: no había ni un solo muerto, pero el buque había recibido un impacto que le hacía perder combustible y dejar un amplio rastro. Otro proyectil había originado también desperfectos que reducían su velocidad en dos nudos.
Poca cosa, aunque luego sería causa del desastre. En Londres se clama venganza y el almirantazgo lanza todas sus fuerzas en busca del acorazado enemigo. Sus rutas de aprovisionamiento están en grave peligro y, además, hay que vengar al Hood. Hacia la zona, guiados por el grupo perseguidor, se dirige el almirante Tovey, con el acorazado King George V, el crucero de batalla Repulse el portaaviones Victorious y una docena de destructores. Desde Gibraltar sale la fuerza H, con el crucero de batalla Renown, el portaaviones Ark Royal y el crucero pesado Sheffield, más su escolta de destructores. Los acorazados Rodney y Ramillies, que escoltaban dos convoyes, fueron separados de ellos y lanzados tras la pista del Bismarck.
Todo ese inmenso dispositivo hubiera servido de poco si Lütjens hubiese seguido hacia el sudoeste, donde les esperaba apoyo submarino y donde hubiera sido difícilmente alcanzable, porque sus más peligrosos enemigos, los acorazados y portaaviones británicos eran más lentos -salvo el herido Prince of Wales y el King George V- y los buques capaces de alcanzarle, los cruceros de batalla, eran más débiles que el Hood y, por consiguiente, víctimas seguras del coloso alemán. Durante todo el día 24 los dos buques de Berlín navegaron velozmente hacia el sur, seguidos por Norfolk, Suffolk y Prince of Wales a poca distancia. Al anochecer, el Bismarck viró en redondo y atacó a sus perseguidores, que rápidamente abrieron distancias para escapar de los certeros cañones alemanes.
En la hora siguiente, y aprovechando la confusión, el Prinz Eugen cambia de rumbo y, a toda máquina, rompe el contacto. Cuando el grupo perseguidor vuelva a agruparse y reemprender la caza, sus pantallas de radar ya sólo registrarán la presencia del Bismarck. Es, pues, seguro que a esas horas Lütjens había renunciado a su misión corsaria por el Atlántico. Los motivos manejados por los expertos son escasez de combustible, a causa del perdido o contaminado con agua salada por el impacto recibido. Eso le aconseja volver a casa, pero ¿por dónde?. Regresar, de nuevo, por el estrecho de Dinamarca, parece imposible, pues tendría que desafiar a toda la flota británica. Así, elige algo teóricamente más arriesgado, entrar en el puerto de Brest, ante las propias narices de Londres, pero algo que, con fortuna, podría lograr en poco más de cuarenta y ocho horas y sin tropiezos desagradables. A esas horas del ocaso del día 24 otro marino que teme el tropiezo es Tovey.
Si su grupo choca con el Bismarck sabe que, tras la experiencia del Hood, bien pudiera ocurrirle lo mismo. Su única ventaja son los aviones del Victorious, pero el tiempo es malo. Con todo debe jugarse esa carta. Así, a las 0,04 horas del domingo 25, los torpederos del portaaviones lograban localizar y atacar al acorazado alemán. Bajo un feroz fuego antiáreo, que abate dos aviones y toca a casi todos los demás, lanzan sus torpedos. Sólo uno hace blanco, choca contra la coraza lateral, hace temblar al buque, mata a un marinero y levanta sólo la capa de pintura.
Es de noche y llueve, Lütjens está contento. Esa situación favorece sus propósitos. Ordena zafarrancho de combate y un cambio de rumbo que le hace caer disparando con todas sus piezas sobre el grupo perseguidor. Luego vuelve a cambiar de rumbo y sigue disparando unos minutos. Cuando los británicos vuelven a agruparse, el Bismarck ha desaparecido de sus radares. Son las 3,06 horas del 25 de mayo. El acorazado alemán navegará a toda máquina hacia Brest durante las próximas treinta y una horas. Los buques de la Royal Navy le buscarán, primero en dirección suroeste, luego hacia el noreste. Lütjens ha ganado más de medio día, pero cometió el error de lanzar un mensaje diciendo que regresaba a puerto. Lütjens creía estar localizado, pues sus instrumentos detectaban las señales de radar británicas; no sabía que eran tan débiles que su rebote no alcanzaba a los buques emisores. Su mensaje no orientó mucho a la flota británica, pero sí a la observación aérea. A las 10,30 del 26, el Bismarck fue avistado por un Catalina, aparato de reconocimiento de gran radio de acción.
El júbilo fue enorme en la sala de operaciones del almirantazgo, en Londres; pero el almirante Tovey no se alegró tanto. Dos de sus grandes unidades, el Prince of Wales y el Repulse, navegaban hacia puerto faltos de combustible; lo mismo les ocurre a la mayor parte de sus destructores. Él mismo se hallaba a más de 130 millas por la popa del buque alemán y aún más lejos navegaba el Rodney, que apenas si sacaba más de 21 nudos de sus máquinas. En definitiva sólo la fuerza H, que se hallaba a unas 110 millas del Bismarck navegando con rumbos encontrados, podría intervenir.
El grave problema de Tovey era que lanzar al crucero de batalla Renown, apoyado por el crucero pesado Sheffield y cuatro destructores contra el Bismarck era condenarles a una segura destrucción. Sólo una posibilidad le quedaba, que los aviones del Ark Royal lograsen alcanzar y detener al acorazado de Berlín. En éste se vive una rutina de guerra, sin excesiva tensión, al anochecer del lunes, 26 de mayo. La acogedora base de Brest, en la Francia ocupada, apenas si dista 500 millas y al amanecer del día siguiente estarían dentro del radio de acción de la Luftwaffe y contarían con una tranquilizante pantalla aérea. En el Ark Royal el contraalmirante Somerville, que ha recibido la tajante prohibición de atacar al Bismarck con sus buques, dispone sus anticuados Swordfish como último argumento.
Quince aparatos, cargados cada uno de ellos con un torpedo de 455 mm. se aprestan al despegue. Los pilotos no están en las mejores condiciones, pues han volado toda la tarde en busca del buque alemán y hastan han atacado por confusión al crucero Sheffield, que se ha acercado a 25 millas del Bismarck para tenerlo controlado. Sus torpedos, sin embargo han sido afinados al máximo, pues los lanzados contra el Sheffield mostraron deficiencias en el mecanismo de explosión. Despegan casi de noche, a las 20 horas, con una mar picada que cubre de espuma la pista de despegue del Ark Royal, A las 20,47, guiados por el Sheffield, atacan los aviones del capitán Coode. Su lentitud, pese al camuflaje del crepúsculo y las nubes, permite el zafarrancho de combate en el Bismarck. Entran en acción hasta las grandes piezas de 380 mm con disparos de metralla. Un centenar de cañones y ametralladoras antiaéreas hacen trepidar la mole de acero. Los atacantes se ocultan entre las nubes, tras los chubascos, entre las olas. El Bismarck, a 28 nudos de velocidad, navega cubierto de espuma tratando de escapar de los letales peces explosivos.
El capitán Coode no pierde la cabeza, la lluvia, el terrible fuego antiaéreo… dificultan mucho la misión, por eso no ataca en masa, busca su oportunidad y lanza a sus aparatos cuando existe un resquicio para el éxito. Un aparato estalla en el aire, cinco más son alcanzados en el momento de lanzar y se retiran renqueando. Tras cuarenta minutos de ataque, sólo un impacto, contra el blindaje lateral, que apenas si tiene más efecto que un fogonazo.
Queda un último avión por lanzar. El Bismarck lo ve venir. Dispara contra él con todo, a la vez que el timonel mete la caña 12° a babor para escapar al torpedo. Este surca el agua oscura y estalla a popa del Bismarck. Aparentemente su efecto ha sido nulo. Los alemanes respiran aliviados cuando se ven navegar a toda máquina sobre el agua. Los británicos comprueban desesperanzados que su torpedo nada hizo. El Bismarck no ha movido ni un metro su curva trayectoria… sin embargo, Coode aprecia rápidamente que algo ocurre: su presa no varía el rumbo, sino que traza dos círculos consecutivos a gran velocidad. Ya para entonces el capitán Lindemann ha advertido a Lütjens que tienen una grave avería: el torpedo ha bloqueado los dos timones, inmovilizándolos 12° a babor.
Primero tratan de gobernar con las hélices, pero no resulta posible. Luego, luchan por volar el timón para continuar el rumbo a base de motor. Todo imposible. La noche del 26 al 27 de mayo es tremenda. Durante toda la noche el coloso avanza penosamente dando tumbos y esquivando los ataques con torpedos de cuatro destructores y el crucero Sheffield. Todos ellos recibirán alguna herida aquella noche. Entretanto, Tovey navega a toda máquina con el King George V, seguido del Rodney y del Norfolk.
Lütjens espera su llegada, con los cañones a punto. Antes de amanecer envía su último telegrama a Berlín: «El buque ha quedado ingobernable. Lucharemos hasta la última granada. ¡Viva Alemania!» A las 8,47 de la mañana del 27 de mayo, a 24.500 metros de distancia, abre fuego el Rodney con seis piezas de 406 mm. Dos minutos después responde el Bismarck, con cuatro piezas de 381 mm. En ese momento disparan también el King George V y el Norfolk, y minutos después se les une el crucero pesado Dorsethire. El Bismarck, que sólo avanza a ocho nudos y que no puede cambiar de rumbo, se convierte en un blanco perfecto, sobre el que cae una cascada de proyectiles. Su puente se convierte en un infierno, sus piezas son desmontadas una tras otra, la cubierta es un mar de fuego batida por una catarata de metralla.
Con todo, su artillería, cada vez menos abundante, cada vez menos precisa, sigue funcionando, disciplinadamente hasta las 9,31, en que dispara la última granada. Los británicos, pretextando que no había arriado su bandera (cuestión más que imposible bajo la tempestad de metralla), siguieron disparando sobre él hasta las 10,16 horas. El consumo británico de munición fue en aquéllos ochenta y nueve minutos de 2.876 proyectiles de los calibres 406, 356, 203 y 152 mm. Pero el Bismarck no se hundía, pese a que Lindemann (Lütjens debió morir al principio de la acción) ordenó la apertura de los grifos de las sentinas y bodegas para que el buque no quedara en manos británicas. Finalmente, el Dorsethire le alcanzó con tres torpedos que constituyeron el golpe de gracia. Según los británicos durante aquella batalla se lanzaron contra el Bismarck 71 torpedos y al menos ocho hicieron blanco… A las 10.39 de la mañana se hundía el Bismarck; los supervivientes alemanes, poco más de un centenar, y los marinos británicos pudieron ver cómo en la proa del buque, sobre una de las torres, se mantenía erguido y en posición de saludo el capitán del navío Lindemann. Cuando desapareció se encontraba a 400 millas de Brest.
Al día siguiente, Churchill enviaba un telegrama al presidente Roosevelt comunicándole el fin del Bismarck que era «una obra maestra de la ingeniería naval».