El Imperio Romano se extendía en su apogeo desde el golfo Pérsico hasta el río Humher en Gran Bretaña.
Ochenta mil kilómetros de calzadas de primer orden unían las tierras de Europa, y 400.000 kilómetros de calzadas locales enlazaban los fuertes, los campamentos de legionarios, las ciudades, los pueblos, los puertos y los puestos de señales con la red principal.
Por las calzadas principales discurría el servicio postal establecido por el emperador Augusto, los decretos gubernamentales, los mensajes y todo el tráfico comercial ordinario del Imperio.
El servicio regular recorría unos 80 kilómetros al día, de manera que una carta podía cruzar España, de Tarragona a Mérida, en diez jornadas. Los mensajes importantes se enviaban por relevos a caballo que cubrían más de 300 kilómetros en un día y una noche. Una orden de Roma, por ejemplo, podía llegar a Sagunto en menos de cuatro días completos.
Las legiones romanas eran responsables de la construcción de las calzadas, ayudada por poblaciones locales. Pero, con todo, el coste de la construcción de las calzadas era elevado.
Los topógrafos militares proyectaban las calzadas. Con un sencillo teodolito y señales de humo se trazaban tramos rectos. Como no había mapas, todo se fiaba a las minuciosas observaciones de los topógrafos. Las poblaciones o viviendas sobre la carretera eran escasas, y los desvíos podían realizarse siguiendo la ruta natural más breve.
El trazado de las calzadas era complejo. La anchura se delimitaba mediante zanjas de 25 metros de separación media. Amplios taludes de piedra de uno a dos metros de altura facilitaban el drenaje, y han contribuido a mantener las calzadas en buen estado durante muchos siglos. La calzada, de cuatro a cinco metros de anchura, permitía que dos legiones, marchando de seis en fondo, pudieran cruzarse. Primeramente se cavaba un lecho poco profundo, a continuación se colocaban a mano las pesadas piedras de los cimientos, y luego se extendía una capa de piedras pequeñas, tejas rotas, ladrillos y creta, mezclado con mortero.
La superficie tenía forma convexa por razón del drenaje, y consistía en losas de piedra sujetas con cemento y limitadas por bordillo a ambos lados.
A lo largo de la calzada se erigían piedras miliarias que indicaban la distancia a la ciudad más próxima. A intervalos regulares había casas de postas, con relevo de caballos y posada para pasar la noche.
Los municipios locales tenían a su cargo el mantenimiento de las calzadas y solían dolerse de ello.
La red viaria romana fue proyectada con tanto acierto y sus calzadas estaban tan sólidamente construidas que el sistema duró casi 2.000 años y fue sólo superado con la llegada del ferrocarril.
Un viajero de Londres a Roma, en pleno apogeo del Imperio Romano, hubiera invertido solamente 13 días en el viaje. Casi 2.000 años más tarde, al ser llamado Robert Peel de Italia a Inglaterra para ocupar el cargo de primer ministro, invirtió el mismo tiempo viajando en diligencia.
En España los caminos y carreteras entroncan históricamente con las calzadas del Imperio Romano, muchos de cuyos trazados siguen siendo los ejes de las actuales. A las vías romanas se sumaron en la Edad Media los itinerarios de peregrinos y en la Edad Moderna los caminos reales. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XVIII, las comunicaciones no llegan a igualar el clarividente criterio de los romanos.
Entre las calzadas romanas cabe citar la Vía Hercúlea, que recorría la costa oriental desde los Pirineos hasta Cádiz; la llamada Vía de la Plata, de Mérida a Galicia, y la calzada de Tarragona a Astorga.